por Manuel Zahera
Brontosailor de Arousa

Dedicado a todos los BrontoSailors de Arousa y al CINA

Era verano, corría un soleado y ventoso mes de julio, cuando entré a formar parte de los tripulantes del curso de navegación de crucero que organizaba en la Ría de Arosa el CINA (Centro Internacional de Navegación de Arosa). Años antes ya había recibido formación en vela ligera y de monitor de esa modalidad y quería con este nuevo curso adentrarme en la navegación de altura, supongo que asomaba en mí la osadía de llegar más lejos por vía marítima. La duración de la estancia era de quince días y éramos en total doce componentes entre alumnos y monitores.

El centro base de la escuela para la enseñanza de vela ligera estaba ubicado en un campamento en la hermosa Isla de Arosa, en medio de la ría del mismo nombre, en una zona de playa casi virgen llena de pinos y arbustos, en la parte más atlántica del islote, donde todavía no accedían los coches. El centro base de los niveles de crucero estaba situado justo enfrente, en una pequeña localidad entre La Puebla y Boiro y ocupando la vieja construcción de una antigua fábrica de conservas, ya abandonada, pero que tenía un pequeño pantalán de cemento, que permitía las maniobras con los barcos. Mediante unas escaleras de piedra, rotas y destartaladas, se accedía a una porción de playa de arena muy fina que lindaba entre una masa de rocas y piedras y el pantalán.

Los primeros días los dedicamos a recibir las enseñanzas teóricas y comenzamos a experimentar las maniobras con salidas cortas por zonas cercanas al centro base. Las primeras dificultades las encontrábamos al obligarnos a sortear un gran número de mejilloneras ancladas en esa zona, elementos muy habituales en el paisaje de las rías bajas. Así, si no hacíamos bien alguna maniobra podíamos acabar con un buen castañazo contra alguna de las vigas de madera que soportan las cuerdas donde se incrustan los mejillones.

Foto 2Teníamos instrucciones de dejar siempre la luz de la cocina encendida, sería nuestro faro particular por si alguna vez regresábamos de noche Así, cuando llegáramos a la zona próxima a la base, la enfilación entre la luz verde de la boya de Punta Cabalo y la luz blanca de nuestra cocina sería nuestra más segura línea de aproximación a la playa y al pantalán. Cualquier otra enfilación sería un camino seguro para estrellarse contra rocas y piedras.

Disponíamos de cuatro barcos, construidos en madera, algo antiguos pero robustos, de cinco metros de eslora y metro y medio de manga, dispuestos para tres o cuatro tripulantes. Estos veleros eran del tipo “Mousquetaire”, franceses, ya muy cansados de surcar los mares de la Bretaña francesa y de enfrentarse a los fuertes vientos y corrientes habituales en el Canal de la Mancha. Habían sido cedidos por el Centro de Navegación de Glennans, ya que este centro contribuyó en su día a la creación del CINA en Arosa.

El Jefe de Centro tenía instrucciones para acudir a un astillero de Portonovo, en la Ría de Pontevedra, y recoger allí dos nuevos barcos, construidos en madera, también de diseño francés, llamados “Cavale”. Las indicaciones eran recoger los barcos nuevos y dejar dos de los antiguos que necesitaban ser reparados. Pensó que la mejor forma de proceder era aprovechar la estancia del curso y, con las tripulaciones existentes, llevar los barcos viejos y traer los nuevos, lo que sería una fenomenal experiencia para el aprendizaje de la navegación.

Foto 3Así, debíamos partir por la mañana del quinto día del curso, sin todavía haber recibido una suficiente instrucción sobre la navegación con cartas náuticas, ni sobre la navegación nocturna. Con todo, nos preparamos muy contentos y motivados para una navegación de varios días, tuvimos que hacer buen acopio de provisiones, comida y agua, ropa de recambio, botas y trajes de agua, sacos de dormir, y materiales como pequeña herramienta, linternas, cartas de navegación, anotación de las señales de los faros, etc.

Sobre las 12.00 horas de la mañana, iniciamos la salida los cuatro barcos y enfilamos hacia el centro de la ría en busca del viento más favorable para nuestro rumbo que en ese momento soplaba del Nornoroeste. El cielo estaba parcialmente nublado y el mar con un pequeño oleaje similar al de los días anteriores. En ese momento tratábamos de navegar en dirección Sursuroeste con el fin de encontrar lo más rápidamente posible la salida de la ría. Por ello enfilamos hacia el centro base de la Isla de Arosa y, en concreto, apuntamos hacia la baliza llamada Punta Cabalo, muy visible para nosotros desde una distancia aún considerable.

Ya situados en el centro de la ría ocurrió algo realmente espectacular: el recibimiento de una manada de delfines que poco a poco iban apareciendo junto a nuestra proa y nos saludaban dando saltos de alegría. Los tripulantes de los barcos puestos en pié no dábamos crédito a semejante espectáculo, ser testigos de cómo los delfines competían entre ellos para dar los saltos más altos y quién iba más deprisa que nuestros barcos. Con el oleaje algo en contra, nuestros veleros surcaban las olas a buena velocidad y con un ligero vaivén de proa a popa, en perfecta sintonía con el cabeceo de los delfines que saltaban bravos, elegantes, delicados. Parecía que íbamos escoltados por ellos a ambos lados de cada barco y lo que nos llamaba la atención era que todos querían saltar en la proa del barco, todos querían ir delante, como si alguien fuera a dar un premio al que llegara primero. Así, durante un largo trecho, fuimos navegando con esta fantástica compañía que sólo se podía ver en las películas.

El paso cercano de una ruidosa lancha a motor ahuyentó a nuestros amigos delfines y rompió esa belleza sinfónica, pensaba yo que irrepetible. El patrón de la lancha nos saludaba cortésmente agitando su brazo derecho mientras con la mano izquierda mantenía firme la rueda del timón de su motora. Nosotros correspondíamos al saludo al igual que hacíamos con otros pesqueros que se cruzaban en nuestro camino, siguiendo la cortesía de esa ley no escrita que siguen los hombres del mar.

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Nuestra singladura estaba siendo muy cómoda porque llevábamos viento favorable de través que, aunque nos salpicaba agua dentro del barco, nos permitió mantener nuestro rumbo hasta que avistamos la Isla de Sálvora, a unas diez millas de distancia. Muy cerca de la baliza de Punta Cabalo, enderezamos un poco el rumbo para ir de un tirón hacia el islote, dejando por babor La Toja y la península de El Grove. En ese momento un rompimiento de gloria producía una fuerte luz solar y alegraba la jornada que, después de avistar a los delfines, se había nublado un poco más. Nos dispusimos a comer los primeros bocatas y a las dos y media de la tarde ya habíamos dado buena cuenta del rancho disponible.

Seguíamos con buena media, ahora con un rumbo más de cara al viento – y por tanto más incómodo y más lento- , pero allá que íbamos los cuatro barcos, cada vez más distanciados unos de otros pero con toda nuestra vela desplegada, camino del Atlántico.

En ese momento un gigante de los mares, un mercante de carga, entraba por la ría a ritmo lento, despacio pero seguro y sin ganas de ceder el paso a los pequeños barcos de vela que navegan por su ruta de aproximación. Lógicamente, para evitar cualquier emergencia, realizamos las maniobras de rigor con el fin de eludir cualquier peligro de colisión, lo que supuso perder un poco de barlovento. El mercante hizo sonar varias veces su sirena en señal de saludo o quizá de agradecimiento por nuestra gentileza de dejarle el paso libre. Nuestros brazos al viento confirmaron nuestros saludos. Sabemos que las leyes no escritas del mar las cumplen sobre todo los pescadores, no tanto los mercantes comerciales.

Enderezamos enseguida nuestra derrota, enfilando dirección Sálvora, muy cara al viento, así ganábamos el barlovento que habíamos perdido anteriormente. Nuestra ría cada vez más ancha, más llena, más inmensa, y el mar océano se abría ante nosotros en toda su plenitud. Ya no había delfines y tampoco abundaban los pesqueros en nuestra ruta, ni siquiera podíamos divisar claramente al resto de nuestra flota, ya que los barcos tan pequeños se pierden entre tanta inmensidad.

Foto 5Eran las 17.00 horas y avistamos muy cerca nuestro islote perseguido, Sálvora. Estaba a nuestro alcance la vegetación virgen y silvestre de la ínsula, objeto de estudio de tantos naturalistas que acudían con frecuencia a disfrutar de su hermosa flora y del avistamiento de las aves marinas, imposibles de observar desde nuestra atalaya.

Nacho, el Jefe de centro y eficaz monitor, supervisaba nuestra marcha mientras exhalaba unas bocanadas de humo de su pipa. Con un cierto aire de superioridad decía:

– Amigos, a partir de aquí ya no hay nada, pero no os preocupéis porque allá enfrente está Nueva York.

A esa hora de la tarde, la brisa soplaba del Noroeste quizá aún con más intensidad que por la mañana y el oleaje había aumentado de forma considerable pues estábamos en mar abierto. Nuestros amigables “catavientos”, testigos indicadores de la dirección del viento, estaban muy tersos y el aire silbaba en nuestros oídos. El Patrón nos advirtió de la necesidad de hacer una virada, es decir cambiar el rumbo para enfilar hacia el cabo de Portonovo, todavía a unas quince millas de distancia. Como íbamos amurados a estribor y teníamos que ir al Sur, tuvimos que hacer una maniobra complicada, una virada por popa, también llamada trasluchada. Nacho nos instruye acerca de la maniobra, que ya habíamos practicado alguna vez durante los primeros días de curso pero con vientos más suaves y menos oleaje:

– Se va aflojando la vela mayor poco a poco – nos dijo -, soltando la escota, moviendo lentamente el timón hacia la amura de estribor, y también se afloja el foque despacito, así, hasta que el viento entra totalmente por la popa del velero.

Lo hicimos así, fuimos cayendo al viento, y contemplamos la costa en su totalidad, nos apartamos del Atlántico y empezamos a costear, viento en popa. Pero pronto llegaría lo peor: hacer la virada. La botavara, el palo horizontal que sujeta la vela mayor, debe pasar, en esta maniobra, de la amura de babor a la de estribor.

– ¡Atención todos! – ¡las olas tienen ya un metro de alto, una maniobra en falso y nos vamos al agua! – advirtió Nacho con un semblante serio que mostraba su preocupación -.

La maniobra salió bien al primer intento, la botavara giró de babor a estribor con relativa suavidad y sin romper ninguna cabeza, como es habitual cuando la realizan principiantes. La vela mayor, al llegar al lado de estribor provocó un pequeño viraje del velero que compensamos a tiempo, actuando con la caña del timón.

Enfilando hacia Portonovo nuestra brújula marcaba Sursureste, y con viento casi del Norte nos permitía hacer una navegación muy cómoda porque recibíamos el viento entre la zona de popa y de babor. Como el oleaje era intenso, debíamos controlar sin cesar el timón para que no nos devoraran las olas que ya medían más de un metro de altura. Este rumbo nos permitía aprovechar mejor la fuerza del viento y, al mismo tiempo, el fabuloso empuje de las olas que golpeaban nuestro espejo de popa.

Foto 6Con el sol poniéndose por el Oeste, el resplandor que proyectaba a esas horas de la tarde en las crestas de las olas y en las espumas de las aguas batientes, componía un mar de plata lleno de hoyos y de picos provocados por un océano furioso con ganas de romperse en mil pedazos. Otra vez percibía la emoción de la belleza, saber que puedes navegar por mar abierto con la sola fuerza del viento, tal como hicieran los egipcios y los romanos: la satisfacción de pensar que estábamos dominando a la naturaleza, incluso con mar brava.

Muy alejados unos de otros, los bajeles de nuestra flota sólo distinguíamos los trozos de las velas blancas que permanecían visibles por encima de las crestas de las ondas, pero no así los cascos que se hundían en los valles de las olas con un movimiento de vaivén similar al de los tiovivos de las ferias. Observar ese trote de subir y bajar, todos pensamos que los barcos se iban a hundir irremediablemente en medio del cabrilleo feroz.

También vinieron a mi mente los consejos del Patrón.

– Para navegar bien, hay que conocer el mar, el clima, la naturaleza, los vientos, pero sobre todo debemos aprender a respetar el mar. Y hay que estar bien preparados porque los fallos se pagan caros.

A nuestro babor íbamos dejando la larga y preciosa playa de La lanzada, que iluminada por el sol del poniente, desprendía un potente resplandor. Por estribor avistamos la Isla de Ons, majestuosa y solemne, que más parecía un enorme trasatlántico que quisiera engullirnos. Lentamente observábamos cómo caía la tarde. El sol cada vez más bajo producía una sinfonía de colores rojos y azules en el horizonte y un reflejo cada vez más intenso de luces blancas y amarillas sobre la pátina del mar ondulado.

Por mi parte, experimentaba una travesía intensa, llena de emociones y de estímulos, instructiva. Tenía la sensación de que el arte de navegar estaba a mi alcance, no era tan complicado, era posible, tan accesible como cualquier otra tarea de la vida. ¿Sería una actividad trivial?, pensaba yo.

Foto 7Eran las diez horas y la luz vespertina se resistía a desaparecer pero ya divisábamos el puerto lleno de luces y destellos, con mucho movimiento de barcos de pesca. Era la hora de salida para la faena nocturna y asomaban los pesqueros en todas las direcciones, que se iban cruzando con nosotros entre sirenas y saludos. Ahora estábamos en medio de un festival de luces de posición, entre faros de luz blanca en proa y luces laterales, verdes a estribor y rojas a babor. Nuestra linterna apuntaba hacia la vela mayor y su destello nos daba la apariencia de un velero de más envergadura, así al menos éramos visibles a los ojos de los pesqueros que nos cedían el paso. La maniobra de atraque no fue fácil debido a tanto tránsito portuario. Por fin pudimos amarrar a otro balandro y después de arriar las velas y de poner en orden los aparejos nos fuimos a cenar. Una bien ganada caldereta de rodaballo, bien regada de vino alvariño, se dispuso ante nuestros estómagos hambrientos en una taberna muy enxebre del puerto.

Al día siguiente, en el astillero nos comentaron que aún no estaban disponibles los nuevos veleros, debíamos esperar dos días más; siempre falta algo: un remate de la borda, el reglado del palo, los ajustes en el timón.

Por decisión de nuestro jefe de centro nos dispusimos a hacer una travesía hacia las islas Cíes, a unas trece millas de Portonovo.

Dicho y hecho, una vez efectuado acopio de víveres para dos días estábamos dispuestos para una excursión de alto interés ecológico debido a la riqueza que esas islas acogían. Fondeamos los veleros en la pequeña bahía al Este de la mayor de las islas, justo enfrente de una de las mejores playas de la zona. Arribamos a la playa en un pequeño bote que siempre iba unido a uno de los balandros.

A las doce de la mañana y con un tiempo variable pero soleado, la exploración por la isla se nos hacía inevitable ya que estábamos ansiosos por conocer toda esa riqueza de la que tanto nos habían hablado.

Pude comprobar que el matorral existente se componía fundamentalmente de especies autóctonas, como el toxo (tojo), la xesta (retama), o la jara. El bosque es el que había sufrido las mayores alteraciones, pues han desaparecido especies autóctonas como la higuera, y otras, como el rebollo, han quedado reducidas a áreas casi testimoniales, al haber repoblado con pino y eucalipto casi una cuarta parte de la superficie del parque. Los vientos fuertes con alto contenido en sales dificultaban, a su vez, el desarrollo de los árboles.

Según me contó otro de los monitores, Chuqui, gran aficionado ornitólogo, las gaviotas patiamarillas constituyen la colonia más grande del mundo y es la especie dominante en Cíes.

– Hay otras muchas especies de aves rapaces, palomas torcaces, pardelas, alcatraces, tórtolas, pájaros carpinteros y otros pájaros de diferentes clases, que nidifican en árboles y acantilados. Asimismo, numerosos y variados tipos de aves hibernan o descansan de sus viajes migratorios, me explicaba Chuqui.

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Me encantó comprobar cómo en los acantilados se mantienen especies, algunas de ellas endémicas del litoral galaico-portugués como son los percebes y mejillones, propias de estos medios, expuestos al fuerte oleaje, con unas condiciones físicas y climatológicas muy extremas.

– Cíes forma uno de los ecosistemas más ricos de la costa atlántica gallega. Lo más destacable es un importante bosque de algas pardas, nos comentaba Chuqui con pasión inusitada.

Pasamos la noche envueltos en nuestros sacos, bien abrigados, y dispuestos al sotavento detrás de unas dunas que nos libraban de los vientos dominantes del noroeste. Pero a las cinco de la madrugada me desperté de golpe al percibir en mis huesos la humedad ambiental reinante. No era sólo la humedad lo que me perturbaba, era también el viento desagradable que silbaba en mis oídos y retumbaba mi cabeza. Apenas volví a conciliar el sueño cuando con las primeras luces del alba, nos fuimos despertando todos los tripulantes.

Teníamos un día más para disfrutar de esa isla maravillosa pero con un viento aún más rabioso. Como no llovía, los paseos eran agradables, pero el baño en las playas resultaba prohibido debido al frío reinante. Ya por la tarde, emprendimos el camino de regreso a tierra firme. Allí dormimos en los barcos, amarrados en los pantalanes del puerto. Necesitábamos un buen descanso por prever una navegación agitada para el viaje de regreso.

Al día siguiente los barcos nuevos ya estaban listos en el puerto y dispuestos para el bautizo marinero. A las diez horas de la mañana, Mouriño, el carpintero de ribera fabricante de los veleros “Cavale”, nos dio las últimas instrucciones sobre los barcos y nos despidió desde el muelle. Emprendíamos así el viaje de regreso a Arosa, después de varios días de navegación, experiencias y excursiones de lo más variopintas.

Nacho, el jefe de centro, me asignó a la tripulación de una de las nuevas embarcaciones, junto con Javi, chicarrón del Norte (de Bilbao, claro), simpático, alto y fuerte, y con Alain, francés, de complexión normal similar a la mía, rubio, pecoso, acostumbrado a las navegaciones con corrientes y vientos fuertes habituales en la zona de la bretaña francesa y del Canal de la Mancha.

Como era habitual en las navegaciones de crucero, los puestos en el barco se iban intercambiando para que todos los tripulantes pasaran por todas las posiciones. Pero nosotros en esa travesía habíamos decidido que cada uno ocupase un puesto de forma preferente: Alain se encargaría de controlar la carta, los faros y la posición, por su experiencia en navegaciones costeras, también llevaría la escota de la vela pequeña, llamada foque; Javi se encargaría de llevar la escota de la vela mayor, debido a su fortaleza física; y a mí me dejaban el control de la caña del timón, pensaban que yo era el tripulante adecuado para llevar el rumbo y también debía dar las órdenes de la maniobras.

En la distancia divisamos la imponente Isla de Ons y dejábamos muy al sur las preciosas islas Cíes. Con viento de través, amurados a estribor, nuestro rumbo resultaba relativamente cómodo, pero ya adivinamos que la navegación iba a ser complicada. De hecho, esa mañana amaneció nublado y así permaneció todo el día. Cuando salimos a la mar, la lluvia fina nos iba empapando nuestros trajes de aguas. A medida que avanzada el día, la lluvia se hacía más intensa.

Por la mañana, el viento soplaba del norte a rabiar, no era viento muy fuerte y constante, eran rachas discontinuas, lo que hacía prever ambiente de temporal. Los golpes transversales del viento provocaban la escora lateral con cada soplo de brisa. Las olas iban in crescendo cada vez que nos alejábamos de la costa.

Foto 9Sobre las 14 horas ya habíamos bordeado la Isla de Ons y aprovechamos para dar rienda a una buena ración de alimento. Sabíamos que teníamos que empezar a modificar nuestro rumbo, ya que con el viento del Norte no quedaba otra opción que ceñir lo más posible en cada uno de los bordos de nuestra travesía y mediante una navegación en forma de zig-zag, alcanzaríamos nuestro destino más al norte.

A esas horas de la tarde, el cielo se estaba poniendo muy negro, casi tenebroso, pero yo lo veía aún más negro. Pensaba que nos quedaban aún 25 millas marinas por recorrer, con viento y oleaje en contra, con lluvia, frío, de noche, sin luces. Javi enfocaba de vez en cuando la linterna hacia la vela mayor, para ser vistos por otros barcos que se pudieran encontrar en nuestro rumbo de colisión.

Superada la isla de Ons comenzamos a ceñir a rabiar, no podíamos perder ni un metro de barlovento, había que llegar, llegar, llegar lo antes posible, esa era la consigna.

De pronto, observamos un barco de pesca con su potente luz frontal sobre el puente de mando, como una explosión en mitad de la niebla. Enseguida Javi se apresuró a iluminar nuestra vela mayor con la linterna, para hacernos más visibles. Desde el pesquero sonó la sirena varias veces en señal de alerta. Vimos cómo el barco de pesca trataba de aproximarse a nosotros manteniendo una cierta distancia de seguridad. Vimos también cómo el patrón sacaba su cabeza de la cabina, diciendo:

– A dónde vais? Estáis locos? El mar está muy mal, volved a casa¡¡¡

– Volvemos a casa, a la Ría de Arosa, contestó Javi.

El patrón nos saludó con su sirena varias veces y se alejó. Nosotros seguimos nuestra ruta, pero advertimos que no era broma cómo se estaba poniendo el mar, cada vez más encrespado.

Foto 10Yo seguía pensando que para qué me habría apuntado en este curso, ¿porqué quería navegar?, ¿para naufragar en este mar rabioso? Me hacía muchas preguntas, mientras mis dedos y manos se iban enfriando dentro de mis guantes de lana. Cada golpe de mar y cada ola que escupía el agua contra mi cara, me hacían recordar mis miedos y mis debilidades. Pero sólo por unos instantes, ya que no cejaba en mi responsabilidad de conducir el timón y no perder un ápice de barlovento, esas eran las instrucciones, yo lo tenía muy claro. No perdía de vista la dirección del viento gracias a los catavientos, testigos hilos de lana atados a los obenques del palo, indicadores fieles de la dirección del viento, pero cada vez más enredados en los cables del obenque. Por lo que a veces, debía dejar la caña a Javi y subirme a la borda para desenredar los hilos y dejarlos al viento.

Seguíamos con nuestra derrota en zig-zag con unas olas más altas, metro o metro y medio de alto, que explotaban en nuestra amura produciendo una masa enorme de agua que empapaba nuestros trajes y llenaba la bañera de agua, lo que nos obligaba a achicar con el cubo de rigor. Mis gafas eran un poema de espuma de mar, salitre y trozos de algas, que limpiaba cuando podía con la ayuda de un pañuelo blanco que escondía en un bolsillo de mi pantalón impermeable.

Con rumbo amurados a babor, divisábamos la costa y la playa de La Lanzada, aquí me sentía esperanzado, tierra, tierra, vamos a tierra, pensaba; pero amurados a estribor con rumbo hacia el inmenso océano, presentía que nos íbamos al infierno. En una de esas ráfagas de viento, mi gorro de lana voló y mi cabeza y mis orejas quedaron sin protección para lo que quedaba de travesía. A partir de entonces las ventiscas producían el efecto de cuchillas en mis orejas, hasta que dejé de sentirlas, ya nada me importaba.

En un golpe de mar se rompió el grillete que soporta la escota al extremo de la botavara. Esto quería decir que perdíamos el gobierno de la vela mayor.

“Esto es el final”, pensé yo.

Con mi brazo firme en la caña del timón, moviéndola hacia babor, aproé el velero, enfrentándolo al viento. Alain soltó el foque para frenar un poco el barco. Para poder hacer la reparación, la vela mayor no tenía que soportar ninguna carga de viento. Mientras tanto, Javi tomó otro grillete de nuestra caja de repuestos, sujetó con su brazo derecho la botavara e insertó el nuevo grillete. El problema quedó resuelto en pocos minutos, pero la angustia en ese mar infernal helaba la sangre.

Otra vez a recuperar el barlovento perdido, otra vez me agobiaron mis miedos, no sabía por qué me había metido en este lío, qué iluso pensaba que la navegación era coser y cantar, días de sol y playa, un anodino camping náutico; vaya equivocación, cuántas lecciones aprendidas en un solo día, reflexionaba para mí.

-Mierda, de aquí no vamos a salir vivos¡¡¡, gritaba rabioso.

En algunos de los bordos, al divisar la larga playa de La Lanzada me fijé que ya no parecía ni la sombra de la que admiramos en nuestro viaje de ida: sin luces, sombría, cubierta de niebla, al menos su presencia calmaba mi necesidad de ver tierra firme. Luego tocaba virar y tomar rumbo hacia mar abierto, siempre ganando barlovento, hacia el norte, siempre hacia el norte. Mar abierto, mar adentro, era sinónimo de olas y más olas grandes y altas. El temporal era manifiesto. La luz de nuestra linterna se extinguía mientras la niebla aumentaba. Nuestra inseguridad se iba acentuando. Los ánimos mutuos que nos dábamos no eran suficientes para mantener una mínima moral con la que vencer las inclemencias.

En un momento dado, oímos una sirena, debía ser de algún pesquero, pensábamos, pero con la lluvia intensa que caía y la niebla, era imposible ver nada. Lo peor era que cada uno percibíamos que la señal sonora procedía de una dirección distinta. Conseguimos no chocar con nadie en ese infierno, ¿milagroso?, seguro que sí.

Teníamos bien localizada la península del Grove, con su faro de destello verde, pero a las siete de la tarde todavía no avistábamos el faro de la isla de Sálvora que debía lucir una potente luz blanca. Al menos nuestra posición estaba clara, no tanto nuestro destino.

Yo pensaba en lo importante que era estar cerca de Sálvora porque, una vez allí, teníamos campo para virar y entrar directos, ría arriba, buscando la protección de las montañas de Ribeira que frenarían la potencia del viento procedente del norte.

Por fin avistamos el faro de Sálvora, estaba claro: luz blanca, y la tenue silueta de la isla se apostó ante nuestros ojos. En ese momento Alain sugirió seguir mar adentro para pasar la isla por el exterior, rodeándola de cara al viento, pensaba que así ganábamos mucho barlovento y podíamos entrar directamente a la ría con un rumbo de través. Me negué en redondo, me parecía una temeridad, porque además sabía que la parte norte de la isla era muy rocosa y ante alguna emergencia, el riesgo de estrellarnos contra las rocas era alto. Decidimos virar en un punto próximo a la isla y continuar con nuestra ceñida amurados a babor poniendo rumbo a la isla de Arosa, sin otear todavía ni el faro de la isla ni la baliza de Punta Cabalo.

Eran las diez de la noche y por tanto llevábamos doce horas de humedad, bajo la lluvia intensa, soportando un viento huracanado y los vaivenes de las olas cada vez más incómodas y explosivas que escupían agua y más agua sobre nuestros cuerpos.

Yo confiaba en que, poco a poco, la fuerza del viento tendría que amainar a medida que nos adentrábamos en la ría, ya que las montañas cercanas debían frenar la potencia del viento. No parecía nada de eso, casi al contrario. Aparte de lluvia y viento fuerte, los relámpagos se producían cada vez más cerca. Javi contaba el tiempo entre la luz del rayo y el sonido del trueno, uno, dos, tres,…, nueve, el rayó cayó a nueve kilómetros de aquí, nos decía. Al menos nos alejábamos de la tormenta, valiente ilusión, no era mucho consuelo.

Sobre las 00.30 horas de la madrugada conseguimos vislumbrar la baliza de Punta Cabalo con su destello verde, era nuestro rumbo seguro. El viento soplaba por rachas, se notaba la influencia de las montañas que frenaban y azuzaban la brisa dominante sobre nuestras velas, lo que hacía aún más incómoda la travesía. Menos mal que las olas habían descendido sus crestas, aquí sí que la influencia de la costa nos resultaba favorable.

Llegando a la isla de Arosa, sobre las 02.00 horas, percibí que ya no nos quedaba nada de comer y muy poca agua, había que empezar a tragar saliva.

Otra vez a virar y otra vez a ceñir rumbo a nuestro centro base que se encontraba otra vez a nuestro norte. Al menos las olas habían descendido bastante y el viento había aflojado, pero teníamos que seguir ciñendo, haciendo bordos y más bordos, viradas y más viradas. Mis dedos y mis brazos eran unas piltrafas, ya no sentía nada, hacía las maniobras como un autómata.

04.30 horas: la niebla casi había desaparecido y estábamos sorteando las primeras bateas a nuestro alcance. Sabíamos que estábamos enfrente del centro base, tan sólo a media milla de distancia de nuestro pantalán, pero horror, no teníamos encendida nuestra luz de posición de la base, que era la luz blanca de la cocina. El último que cerró la puerta, también apagó la luz. Esta era la última contrariedad de una navegación complicada, nos habíamos quedado sin nuestro faro guía, que nos permitía una aproximación segura. Tuvimos que acudir a otro recurso: un buen amarre al sotavento de alguna de las mejilloneras cercanas nos daba la máxima seguridad hasta que amaneciese.

Foto 1105.00 horas: bien amarrados y con buen balanceo, nos agolpamos en el interior de la cabina, dentro de los sacos, para dormir un poco. Respiré hondo varias veces, quizá para percibir que estaba vivo y reparar que la misión se había cumplido después de diecisiete horas de singladura difícil. La emoción recorrió mi cuerpo por todas las vértebras, restableció mis músculos y elevó mi tono vital a un estado de euforia.

Dormí soñando despierto hasta que los graznidos y los silbidos de las gaviotas me despertaron con los primeros haces de luz en un nuevo día que prometía ser esplendoroso.
Conocí el mar y aprendí que en la vida, sin esfuerzo, nunca se podrán superar las dificultades ni alcanzar las metas. El mar y la vida, caminos paralelos.

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